Una puncha, un abanico, una espada de juguete
Una puncha, un abanico, una espada de juguete
Cuando de pequeño jugábamos alrededor de la plaza de la Tercia, a polis y cacos, con otros niños y niñas Nazaríes, el rey del cotarro siempre era a quien sus padres le habían comprado una espada de plástico. Las Fiestas cuándo eres nano siempre son más felices. Supongo que porque tu alegría depende de cosas más sencillas y banales: Poder correr por en medio de las calles cortadas al tráfico, poder comer farfolleti a cualquier hora del día, poder insistirle a tus padres hasta la saciedad que quieres un globo de los puestos, o incluso, si la suerte te sonríe ese de año entre el 4 y el 9 y tus progenitores se sienten magnánimos y dadivosos, como embuidos por un ambiente de jolgorio festero que nubla sus serenas capacidades de raciocinio, poder tener la fortuna de que te compren de un carro una increíble, asombrosa y estupendísima espada de juguete.
Un chaval pequeño con una espada de juguete es un espectáculo digno de ver. La llevará todas las Fiestas encima, permanentemente, con naturalidad y sencillez, sin darle ninguna importancia, como lleva un pico un moro viejo o un hacha un cristiano. Dará la tabarra cinco días dando sablazos a diestro y siniestro, a cuantos amigos visiten su comparsa o el local de sus padres, como si la vida se resumiera en dar mandobles con su arma. Y no nos parecerá raro verlo así. Luego, con los años, nos vamos volviendo más… llámenlo pacifistas, políticamente correctos o imperceptiblemente tontos del haba. De adolescentes granosos ya no vamos por la calle con una lanza o una ballesta bajo el brazo, a no ser que se acerque el Medievo a las calles del Rabal o seas de los que disfrutan en una Comic-con. O que seas Ballestero o Berebere, porque si eres festero durante varios días al año volvemos a ser y sentirnos niños pequeños y, por un rato, vemos otra vez con absoluta normalidad ir andando por la calle con trabucos, cucharas gigantes o alabardas al hombro.
En eso, como en casi todo, las mujeres han sido infinitamente más inteligentes que nosotros, adornando sus trajes festeros con complementos menos guerreros, pesados o agresivos, mucho más vistosos, ligeros y sutiles. Y no me malinterpreten, no quiero decir con esto que las mujeres sean en general menos peleonas o apasionadas que los hombres, huyo de estereotipos y reconozco la diversidad y complejidad de las experiencias y los comportamientos humanos, o dicho de otra forma, tal y como lo expresaba mi abuela Pepita, en paz descanse: “de todo hay en la viña del señor”. Pero no me negaran ustedes la diferencia existente, como muestra un botón: entre la puncha que me toca cargar cada año en Entrada, procesión y día 9, y la elegancia, originalidad y distinción de llevar como “arma” un hermoso abanico de plumas de pavo real, no se puede comparar.
Y así, cada año, esperas con ansia ese momento en que puedas ir otra vez “armado” por la Corredera sin que te mire raro ningún paisano, cargado con el arma que te dejó tu padre, tu madre, tus abuelos, o que igual perdiste una noche tonta en la Troya y has tenido que volver a comprar en Regalos Mari Trini en la calle Juan Chaumel. Y cuándo vayan pasando los años y vayas siendo consciente que tu juventud se acaba, cuando notes que se te escapan entre los dedos los últimos latigazos de tu verdor vital, igual que notas cómo se acaba un buen día nueve de septiembre, tranquila y lánguidamente entre recuerdos y resaca, pasarás a ver a niños pequeños jugando con sus espadas de juguete como ecos de un pasado que quizás una vez tu también viviste, mientras, por ejemplo, jugabas a polis y cacos alrededor de la plaza de la Tercia, con otros chavales Nazaríes, soñando llevar, algún día, una puncha o un abanico de plumas de pavo real.
Porque hoy en día cada vez es más difícil esquivar las trampas y estafas que la vida continuamente nos plantea. El televisor y las 100 series pendientes de ver en todas las plataformas inimaginables, el jodio móvil, las redes sociales… todas esas herramientas que nos quitan tiempo y esfuerzo en mirar lo que hay que mirar, en ver lo que hay que ver, en sentir lo que hay que sentir. Pero aún así, si te esfuerzas, a veces aún puedes notar el hermoso milagro, el momento de intrínseca felicidad, de ver pasar la vida a tu alrededor y sentir que quienes te rodean en un almuerzo en tu comparsa, en una cabalgata, en una diana, comparten también contigo momentos y recuerdos, cuándo fueron niños con espadas de juguete en unas Fiestas que, por mucho que cambien, siempre permanecerán iguales en su memoria y en sus sueños.