Una daga y mucha esperanza
Corría el año 1970 y Carmen tenía 10 años. Su gran pasión eran las Fiestas de su pueblo y, sobre todo, su Comparsa, los Moros Bereberes. Le encantaba ver desfilar a los hombres que en ella salían y, entre ellos, su padre. Ella se subía a la carroza con el resto de sus amigos y amigas Bereberes y se engalanaba con su traje de raso que le habían cosido entre su madre y su abuela. Un traje semejante al que llevaban los hombres Bereberes, pero al que añadía un toque distinto con su moño de color rojizo, adornado con un tocado de telas caídas, y unas sandalias como las que llevaban las princesas moras. Así se sentía ella: una princesa de las mil y una noches subida en su carruaje tirado por un cochero. La carroza era toda de color dorado y adornada con estrellas naranjas, el asiento algo rasgado del paso de los años y, atrás, en la parte más alta, las Madrinas de la Comparsa. Porque, a pesar de que las mujeres no salieran desfilando, sí había representación femenina, tanto mayor como infantil. Carmen, junto al resto, tiraban sin parar serpentinas de colores a aquellos que admiraban los desfiles desde sus sillas. Así pasaban los días cinco y seis, y así pasaban los años.
Y así llegaban cada año los Bereberes, encabezados por un cabo con su gumía, al igual que en las Escuadras especiales que en la Comparsa salían. Gumías como armas blancas que llamaban a las filas a marchar en plenitud y gozo. Y con gozo aparecía la fila donde desfilaba su padre, con el traje relativamente nuevo, pues un par de años antes había sido renovado. Con la Refundación de la Comparsa, crearon el boceto de un nuevo traje a manos del artista alcoyano D.A. Miró, cuyo modisto fue Rafael Galván Martínez «Pichi», de Biar, confeccionándose al año siguiente. El traje, de raso, constaba de camisa amarilla, pantalón naranja, faja amarilla y verde a rayas, capa de terciopelo verde adornando una media luna de metal, chaleco granate con rombos dorados, casco naranja, botas amarillas, y unos brazaletes de metal color dorado. Además de todo esto, como arma distintiva, se decidió mantener la lanza. Una lanza de asta de madera, con la moharra que terminaba en pico rodeada por la media luna -emblema de la Comparsa-, y de la que caían unos flecos color granate. La lanza era lo que más asombraba a esta niña. La veía tan alta, tan fuerte… que siempre que llegaba su padre a dejar «los trastos» en casa, intentaba cogerla y desfilar por el pasillo de casa con ella.
Pero no eran las únicas armas que habitaban en su casa Berebere. Su hermano desfilaba en las Dianas, vestido con el traje antiguo -lanza incluida-, y después se iba con sus amigos a las Guerrillas, donde se llevaba su arcabuz de tapones que tenía una chispita dentro y que al hacer presión hacía saltar el tapón del arcabuz. El papá de Carmen también tenía arcabuz, pero este era de verdad: mucho más grande, mucho más grueso y con carga de pólvora completa. A pesar de no gustarle los tiros, sí le gustaba ver a su padre disparar en las Dianas con él.
Seguían pasando los años, y Carmen cada vez se hacía más mayor, y más mayor también se hacía su pasión por las Fiestas. Y a pesar de que las mujeres seguían sin poder desfilar en ellas, a Carmen le bastaba con salir sentada en la carroza que se mantenía como única excepción a la presencia femenina mientras siguiera siendo una niña. Aunque no podía evitar imaginarse desfilando por mitad de la calle Ancha, camino al Portón, mientras portaba la lanza de su padre después de los desfiles.
Hasta que llegó la Constitución de 1978, lo que supuso un avance en la igualdad entre hombres y mujeres, y con ello la incorporación de la mujer a las Fiestas en la mayoría de las poblaciones. Finalmente, cumplido el año 1988, en prácticamente todas las Comparsas, se dio el paso de dar cabida definitivamente a la mujer en las Fiestas. Pero para ello hubo que dar un atuendo digno a las nuevas integrantes de los desfiles. La creación de los trajes femeninos se basó en los trajes masculinos, pero con matices acertados. Una Comisión formada por muy pocas mujeres, trabajaron en su confección, siendo el diseñador el socio Juan Flor Azorín. De raso, camisa amarilla, pantalón salmón, una faja amarilla y verde a rayas, y una capa de terciopelo verde adornada con una larga borla dorada y el emblema de la Comparsa. El traje se completaba con un chaleco morado con rombos dorados, casco salmón y morado, unos zapatos amarillos con perlas color verde y una daga atada a la cadera con un cordón de metal dorado. Esta última era la pieza favorita de Carmen desde el primer día que vistió el traje a sus 28 años. Cada tantos años la llevaba al orfebre para que le diera un baño de oro que le otorgara más luz, lo que la llenaba de una extraña sensación de alegría al ver reflejada en su brillante vaina el brillo de sus queridas Fiestas. Sin duda, los días cinco y seis ahora eran distintos. Carmen ya no jugaba con la lanza de su padre, pero tampoco soltaba su daga. Ahora, desfilaba, con gracia, con encanto, en su fila encabezada por una cabo que, con un estilo propio llevaba en una mano un látigo que dejaba caer al ritmo de la música, y en la otra una flor.
Pero si algo le gustaba a Carmen de este avance en derechos era que ahora podía participar en actos que le habían estado vetados, incluso siendo niña, en especial la Procesión a su querida Virgen de las Virtudes. Hasta ese momento, llegado el día ocho, los Bereberes siempre habían tenido una forma diferente de portar sus armas: Los hombres cruzan sus lanzas como símbolo de unificación y paz, desfilando tras un cabo con la gumía acunada al pecho. Así también las mujeres sueltan ese día sus dagas de la cadera y las llevan en la mano apoyadas en las muñecas, cada una mirando con la hoja hacia un lado, como símbolo sobre todo, de lucha y de igualdad. Una lucha sin más armas que la convicción de que, en nuestras Fiestas, cualquier niña como Carmen no tenga que volver a tener que conformarse con soñar desde la carroza el imposible de poder en la Entrada desfilar.