Cuando el arma se convierte en poema
¿Acaso hay algo que defina mejor a un cabo que su «arma»?
Ellas están llenas de talento y de autenticidad. Salidas de ilustraciones, representadas por algún diseñador; obras magníficas de un director de arte…, todo aquello que nuestra imaginación y nuestros sentimientos les permitan ser.
Y parece dado por hecho, pero el arma de un cabo sintoniza perfectamente con el son de su cuerpo, le acompaña con el gesto, es el pincel que le da color a su obra.
Algunas de ellas se sustentan en el gusto por lo antiguo, por las cosas con solera y con alma, siendo así, un intento de traer al presente ese pasado silencioso que recordamos eternamente. Porque las armas adquieren significados que cambian casi tanto como el color de los árboles en esta época del año.
Llevar tu arma y hacerla tuya, te controla los nervios que por un momento campan a sus anchas por tu cuerpo de arriba a abajo; justo antes de un desfile, haciéndolo temblar, al borde de la explosión por la energía acumulada. Bendita explosión.
Desfilar con tu arma, ya sea una gumia, un sable, una navaja, una pluma, un arco, tus manos, un cetro o una hoz…, te acompaña a sentir que ‘algo maravilloso está ocurriendo’ mientras pierdes la noción del tiempo.
Avanzar con tu arma cada vez que pones un pie en la corredera, hace que ocurran, como diría Leila Guerriero, ‘milagros de baja intensidad’. Realmente no es que esté pasando nada, es que pasa un poquito de todo.
Es ese momento, en el que el arma, se convierte en una enorme extensión de tu cuerpo que contiene toda la materia y toda la energía que existe concentrada en ese instante.
Es aquí donde el cabo y su arma buscan la belleza, en esa capacidad que tiene lo normal para asombrarme y en cómo transformarlo en un particular mapa de recuerdos que brotan directamente desde la piel y lo convierte en un poema.
Ya lo dijo Luis Cernuda...